En Mompox, los relojes no son simplemente instrumentos para medir el tiempo. La vida aquí se rige por un ritmo muy diferente, donde el paso del tiempo parece detenerse. En esta mágica localidad, situada en la orilla del Magdalena, el tiempo se siente como una idea más que como una realidad tangible. Durante la Semana Santa, Mompox vive un estado de contemplación profunda: caminar descalzo y ataviado con una túnica negra se convierte en una expresión de fe. Este evento no es una mera celebración; se transforma en una práctica espiritual profundamente arraigada en la identidad cultural del pueblo.
Cuando el reloj de la iglesia en Santa Bárbara marca las seis de la tarde, el sol, con su tonalidad roja intensa como una herida abierta, se despide del monasterio. Las campanas comienzan a sonar, marcando el inicio de un ritual que tiene más que ver con la vida que con el tiempo. No se trata de una representación Escénica, sino de una confirmación de las tradiciones, la fe y la historia que moldean la vida de una comunidad que ha mantenido vivas las reminiscencias de sus paredes coloniales.
El Domingo de Ramos transforma radicalmente el ambiente de la ciudad. Las mismas calles que en otros días permanecen en silencio se llenan de vida. Infantil e irreverente, la puerta de la comunidad se abre, los balcones se visten de blanco y púrpura, y el aire se impregna del aroma de flores frescas mientras las iglesias vibran al ritmo de la fe. Las fachadas coloniales, iluminadas por la luz cálida de la puesta de sol, se vuelven etéreas, reflejando la delicia y seriedad del significado que se presenta.
Elías Molina, un carguero que ha cargado por más de tres décadas, se ajusta el cinturón morado mientras susurra una oración. A sus 62 años, su postura erguida habla de su continua fortaleza. «No le cobren a Wood, hijo mío. Acusaré al alma de la gente», dice mientras su hijo Julián, de 18 años, se une a esta tradición familiar, sintiendo la emoción y el peso de la responsabilidad en sus manos mientras acaricia la imagen del Nazareno de Cristo, adorada por muchos.
La procesión comienza y el silencio se convierte en un héroe
Semana Santa en Mompox, Bolívar Foto:Gobierno de Bolívar
. Las calles empedradas palpitan al son de la música de la batería, y las sombras que las velas proyectan sobre las fachadas blancas parecen cobrar vida, convirtiéndose en figuras reverentes que acompañan la procesión. Desde los balcones de madera, algunos ataviados con un toque vintage, la Sra. Eustasia, en su mecedora, observa. A sus 84 años, recuerda cómo vio por primera vez una procesión en brazos de su abuela. «Cuando ves esto, sabes que Dios no se ha ido», afirma, fijando la mirada en Cristo que avanza con solemnidad.
El ambiente pareciera sacado de otra época. Vestimentas negras, pancartas doradas, y una marcha rítmica de los cargueros entremezcladas con el incienso que se eleva en el aire. Pero Mompox no es solo un relícto nostálgico: su esencia perpetúa la memoria histórica. «Caminamos y rezamos», señalan las monjas del monasterio, sus voces transmiten una mezcla de calma y autenticidad. «Aquí no se sostiene la fe por política o dinero; es puramente espiritual».
El concierto de Light and Fe iluminó la Semana Santa en Mompox. Foto:Gobierno de Bolívar
Los músicos, que se reúnen al inicio de la plaza principal, afinan sus instrumentos, creando un ambiente de devoción. Los jóvenes talentos de la Lucho Bermúdez Music School, que representan el orgullo momposino, han aprendido a tocar melodías fúnebres que se sienten como oraciones. Artina, un trompetista de solo 16 años, se prepara para tocar. «La música en Mompox no es solo un acompañamiento: es un espíritu viviente», dice, mientras sus notas parecen resonar más allá de lo tangible, tocando las fibras invisibles del alma colectiva.
Cada noche de la semana tiene su propio tono, su propio drama
El Miércoles Santo es conocido como una noche de perdón, un momento en que se concede y se solicita perdón de forma pública. El Jueves Santo, por otro lado, se dedica a la comunión. Las luces de cientos de velas iluminan los altares de las iglesias, mientras los peregrinos abren camino a través de siete templos en una sola noche, una tarea ardua, pero que nadie intenta esquivar, todos en un lento transcurrir de oración.
El Viernes Santo cae como una noche del duelo: con el sagrado Cristo Yocente, que reposa en un ataúd de cristal, la atmósfera es densa y solemne. La multitud guarda silencio, y la gravedad del momento se siente casi palpable. El viento que sopla parece hacerlo con una murmuración, mientras la procesión avanza por las calles, envolviendo a todos en un manto de respeto. Las mujeres, vestidas completamente de negro, llevan velas encendidas, llenando el trayecto con lágrimas silenciosas, pasos sigilosos y el son de los tambores que retumban como un latido de un corazón herido.
Semana Santa en Mompox, Bolívar Foto:Gobierno de Bolívar
En la calle Real del Medio, la Sra. Eustasia observa desde su balcón. Con 84 años, afirma que jamás le ha faltado a una sola Semana Santa. «Aquí, la fe se hereda tan naturalmente como los nombres,» dice con una sonrisa melancólica a su nieta Marian, quien escucha atentamente. «Cuando ya no esté, tomaré esta silla», murmura, como si anticipara un legado espiritual.
Los visitantes son parte de esta experiencia
ABAJO, en I Roberto, estos argentinos encontraron Mompox casi por azar. «Pensamos que vendríamos a ver una hermosa procesión, pero no sabíamos que viviríamos una experiencia completamente mística», él dice con entusiasmo, mientras su esposa asiente, visiblemente emocionada. No son los únicos: turistas llegan de Medellín, Bogotá e incluso de tierras lejanas en Europa. La experiencia es una inmersión profunda en un ritmo pausado, impregnada en el encanto vibrante de las personas que han mantenido vivas sus tradiciones barrocas.
Sin embargo, no todo es solemnidad. Las guitarras resuenan en pequeñas reuniones en las casas, mientras hay abundante comida y alegría mientras se cuentan historias. La vida sigue, como si la fe y la alegría fueran hermanas que caminan juntas, entrelazadas para siempre.
Semana Santa en Mompox, Bolívar Foto:Gobierno de Bolívar
La noche del Sábado Santo simboliza un retorno. Las antorchas brillan intensamente, con canciones que se tornan más luminosas, preparando a la gente para la resurrección. No hay fuegos artificiales ni celebraciones ruidosas: hay un profundo recuerdo, una esperanza renovada. La imagen de la Virgen Dolorosa es llevada en un recorrido, mientras madres, abuelas y hijas, todas vestidas de negro pero con pañuelos blancos en las manos, representan el profundo sentido de la noche. Es un momento de respirar profundo, un día de preparación para la transformación.
Y finalmente, el domingo amanece con una misa al amanecer frente al río. El sol se asoma lentamente, y los botes decorados con flores navegan por el Magdalena, como en los rituales ancestrales. La multitud aplaude, y los niños corren divertidos. Los músicos transforman las marchas fúnebres en himnos de alegría. Ha llegado la Pascua, y con ella, la tranquila felicidad de una ciudad que ha cumplido con las tradiciones sagradas. Los barcos adornados con flores surcan el río, resonando con cánticos gregorianos. Es el cierre perfecto de este ciclo sagrado.
Al final de todo, cuando las túnicas son guardadas y las velas se apagan, surge un silencio distinto: no es una ausencia, sino un espacio lleno de significado. Mompox regresa a su ritmo cotidiano, sabiendo que ha honrado la misión de sus ancestros. La Semana Santa ha terminado, pero deja huellas indelebles en el alma de quienes la han vivido.
Y así, cada año, en este rincón que parece salido de un lienzo barroco, la Semana Santa no es simplemente un festival religioso. Es una declaración de resistencia cultural, una defensa de lo sagrado, un testamento viviente de que hay lugares donde lo divino todavía tiene un nombre, un rostro y un sendero. Porque aquí, en esta tierra privilegiada por el sol y la historia, la fe no es un artefacto esporádico: está viva y ardiendo. Y cada año, Mompox detiene el tiempo una vez más.