Lo advirtieron los geólogos, lo repitieron los técnicos, pero una de las voces que más insistió fue la de un funcionario que creía en la prevención. Hernando Arango Monedero, exrepresentante a la Cámara por Caldas, conocía el volcán: había caminado sus faldas, estudiado sus pulsos, observado sus fumarolas y sentido la creciente fuerza de sus temblores.
En los meses previos a noviembre de 1985 pidió ser escuchado. Solicitó mapas, simulacros, alertas. Buscaba advertir, prevenir, pero la institucionalidad prefirió el silencio. Poco antes de la noche del miércoles 13 de noviembre, cuando el volcán hizo erucpión, Arango Monedero sólo alcanzó a pronunciar una frase: “Que Dios nos tenga de su mano.” Lo llamaron exagerado, alarmista.
Omaira Sánchez, la niña que se convirtió en el rostro la tragedia de Armero. Foto:Archivo EL TIEMPO
Usted citó una sesión plenaria en la Cámara de Representantes el 25 de septiembre de 1985 para advertir al gabinete ministerial. ¿Cómo fue esa reunión y quiénes asistieron?
Yo cité a todos los ministros del despacho del presidente Betancur. Para algunos eso era motivo de risa, pero les expliqué con toda claridad que los había citado a todos porque no habría ninguno de los funcionarios del Estado colombiano que no se viera comprometido en caso de que se produjera una catástrofe, como en efecto ocurrió. Allí tuvieron que intervenir todos los ministerios del gobierno Betancur: unos para abrir las vías, otros para restablecer las viviendas, otros para enterrar a los muertos. En fin, todos tenían algo que hacer. Desaparecieron las escrituras, los bancos no tenían información para garantizar los depósitos de quienes estaban en la tragedia, y nadie —nadie— creyó que podía verse comprometido.
¿Cuántos niños perdidos siguen esparcidos por el mundo sin saber que su hogar fue Armero? Foto:ARMANDO ARMERO
Mi idea siempre fue que no habría quien no se viera afectado por ese problema. Como dije, cité a todos los ministros del presidente Betancur, creo que eran 16 entonces. A esa sesión asistieron Jaime Castro, ministro de Gobierno; el general Vega Uribe, ministro de Defensa; el ministro de Minas, Iván Duque Escobar, y el ministro de Obras Públicas, Rodolfo Segovia. Esos fueron los que asistieron.
¿Quiénes creyeron en usted?
Habló en nombre de los ministros el doctor Iván Duque Escobar, pero la situación le parecía absurda. Me tildó de apocalíptico y dramático a pesar del llamado que yo hacía para que se prestara atención y se informara a la gente sobre lo que podía o debía hacerse en un momento dado ante una alarma, y para que las alarmas funcionaran, avisando a las personas que se estaba produciendo una serie de eventos como el que, en efecto, se dio. Hubo también algunas intervenciones sueltas de otros congresistas, entre ellos el que hoy es ministro de Salud, el doctor Jaramillo. Intervinieron también algunos representantes del departamento de Caldas, agregando sus puntos de vista sobre lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, la realidad es que, aquel día, en el noticiero TV Hoy, la periodista Nancy Cañón afirmó que se estaba realizando “un debate insulso” en la Cámara de Representantes sobre el Nevado del Ruiz. Eso nos mostró que el país entero vivía ajeno a lo que podía suceder. No entendíamos —o no entendía nadie— la magnitud de lo que estaba por venir.
«El país entero vivía ajeno a lo que podía suceder». Foto:José Alberto Mojica Patiño
En el Congreso (suspira) terminé mis palabras diciendo: “que Dios nos tenga de su mano.” Yo les hablé de que en 1595 —o algo así— hubo un deshielo súbito que llevó bloques de hielo por el río Magdalena hasta Barranquilla y se produjeron lahares que cobraron la vida de unas 600 personas. Desde luego, para esa época no hay un relato histórico muy claro sobre la magnitud de la avalancha que, surgiendo del volcán, llegó al valle del Magdalena. En cuanto al sector de Caldas, era una zona inhóspita en aquel entonces. Pero ya en 1845 hubo un nuevo deshielo que generó graves problemas en lo que antiguamente fue, en sus inicios, Armero: la desembocadura del río Lagunilla en el valle del Magdalena, y esa erupción mató a unas 1.000 personas. Esas dos referencias me indicaban que, de repetirse el fenómeno, este sería muy grande. Desde luego, visualicé —o al menos materialicé— el orden que podría tener el desastre. Expliqué que en ese nevado había lo que se llaman neveros, es decir, hielos fósiles que, en un momento dado, se desprenden de la nieve. Si se produjera una erupción fuerte, declarada y continua, todo ese potencial de agua contenida por el frío podría derretirse. Por eso dije: “Que Dios nos tenga de su mano.” Lo dije porque no sabía de qué tamaño podía ser la tragedia que allí se gestaba. No sé si Iván Duque simplemente no creyó en la cosa. Dijo que el estado colombiano estaba haciendo, a través de Ingeominas, lo que era pertinente con los mapas de riesgo y alertando a la población. Rodolfo Segovia me contestó que había concentrado maquinaria en Mariquita, Manizales y La Felisa para paliar algún problema.
Una visión de la tragedia. Foto:EL TIEMPO
Remontándonos a la noche del 13 de noviembre, ¿cuáles fueron sus pensamientos cuando supo de la erupción?
Yo estaba en la ciudad de Bogotá. Oí en la televisión —creo que en el noticiero TV Hoy— la voz del presentador Hernán Castrillón, quien anunció que se había presentado una leve erupción del volcán Nevado del Ruiz. Cuando escuché la noticia, llamé a mi casa en Manizales y le pedí a mi esposa que llevara a los niños a un sitio cercano desde donde se pudiera ver el volcán, porque pensé que, si realmente había una erupción, podría ser un espectáculo digno de observar. Mi esposa y mis hijos subieron al lugar que les indiqué, pero esa noche era oscura y lluviosa. A su regreso me informaron que no habían visto absolutamente nada. La noticia verdadera llegó al día siguiente, muy temprano, cuando por radio informaron que Armero había desaparecido. Todos escuchamos aquello con incredulidad. Fue una alarma inmensa. Ese mismo día, en la mañana, el ministro Rodolfo Segovia me llamó para pedirme que lo acompañara en un avión del ministerio a sobrevolar Armero y luego venir a Manizales, para observar lo ocurrido en este sector de la cordillera.
¿Cómo fue ese viaje? ¿Qué fue lo que vio?
Viajábamos en una avioneta del ministerio. Íbamos el señor ministro y yo, acompañados por dos funcionarios de la Fuerza Aérea que comandaban la aeronave. Llegamos sobre Armero y sobrevolamos la zona, dando quizá cinco o seis vueltas sobre lo que había sido la ciudad. El ministro me repetía incesantemente: “Hernando, yo no creí que esto pudiera suceder; no imaginé nunca que esto pudiera pasar.” Él era ingeniero también, como yo, y me lo confesó en varias oportunidades durante el vuelo.
Foto desde un helicóptero del deslizamiento tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz. Foto:MSF
Hicimos el recorrido Río Chinchiná abajo y era absolutamente desolador. Me sentí acongojado, con ganas de llorar en un rincón, de no haber sido lo suficientemente convincente para mover el alma de los ministros. Conocía la ribera y sabía que la mayoría de fincas tenían casas cerca al río y la avalancha se llevó a toda esa gente porque los cogió dormidos, no había sirenas, no había alarmas, que eran las que le había pedido al ministro. Luego del debate le pregunté qué había pasado con las alarmas y me dijo que esos aparatos eran muy caros. Le respondí: ministro venda unos carros de esos que tiene allá en el Ministerio y compre unas cuatro o cinco alarmas.
¿Recibió en algún momento alguna disculpa del Gobierno o de algún funcionario?
Creo que mi esposa todavía conserva una pequeña nota escrita a máquina. Era del presidente Betancur. En ella me decía algo como: “Hernando, tenemos que encontrar a los responsables de esta tragedia.” No podría repetirla textualmente, pero era una nota muy breve en la que me pedía que investigáramos quiénes habían sido los responsables. Eso fue lo único que, en ese sentido, recibí del presidente. Y quiero decirle que tanto Iván Duque Escobar, con quien mantenía una buena relación, como Rodolfo Segovia, me expresaron su sentimiento de no haber atendido mi llamado. Ellos mismos me confesaron que no creyeron que algo así pudiera suceder.
«Ellos mismos me confesaron que no creyeron que algo así pudiera suceder». Foto:JORGE ELIECER PARGA SALCEDO
¿Qué balance hace hoy del proceso de reconstrucción y de atención y prevención del riesgo?
Bueno, yo diría que, de alguna manera, se han hecho obras que han contribuido a la reconstrucción. En el caso del Tolima, valga decir, se presentaron fenómenos bastante dicientes de lo que somos como colombianos. Observe usted: Armero tenía alrededor de 29.000 habitantes y potencialmente murieron entre 23.000 y 25.000. No es necesario precisar la cifra, pero los que han venido luego a reclamar ayuda del Gobierno suman 50.000 o 60.000. Es decir, la población se duplicó de la noche a la mañana. No cabe duda. En el departamento de Caldas, en cambio, no ha habido tal fenómeno, porque la zona que fue afectada estaba poblada principalmente por transeúntes, recolectores de café. De pronto, los dueños de las fincas no tenían el poder político ni la capacidad de demandar del Estado ayudas tangibles o verdaderas. Lo que ocurrió sobre la carretera Manizales–Chinchiná fue atendido con rapidez. Los problemas de la CHEC también fueron atendidos y solucionados. Posteriormente se construyó un puente adicional entre Manizales y Chinchiná, el Doménico Parma, con una altura suficiente sobre la carretera como para permitir el paso de una avalancha de gran magnitud en el futuro. Ese tipo de obras se hicieron, y eso está bien. Pero déjeme decirle que hacia el lado del Tolima persisten problemas sociales bastante graves derivados de esta tragedia, empezando por las soluciones de vivienda que son demandadas por personas que nunca tuvieron que ver con la tragedia o, si las tuvieron, lo hicieron a nombre de quienes desaparecieron.
Con sus hijos en brazos, en fila, familias se alejan de Armero, el pueblo consumido por el lodo. Foto:EL TIEMPO
Allá se produjeron problemas muy delicados con los niños y con las adopciones. Uno entiende que la gente se duela de sus parientes muertos, que haya quien busque al niño que se perdió, que fue rescatado y se cree que vive, y que incluso pudo haber sido llevado al exterior por extranjeros que se hicieron cargo de ellos. En fin, aún hay problemas por resolver. Y lo peor de todo: los colombianos no hemos aprendido. La Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres es un ente que no sirve para nada. Yo no diría que se dedique a la gestión del riesgo; se ha convertido más bien en un organismo de atención de desastres. Año tras año volvemos a padecer las mismas emergencias en sectores que ya conocemos y que pueden volver a producir tragedias. Vivimos alrededor de ríos que se desbordan con frecuencia y arrastran viviendas y personas. Tenemos derrumbes donde se presume que hay movimientos de tierra, y aun así volvemos a construir allí. Yo diría que hay que poner a salvo a Manizales. Hace unos cincuenta o sesenta años, en cada invierno teníamos 60, 80 o hasta 100 muertos por derrumbes. Pero llegaron los trabajos de Cramsa, bajo la dirección de Jorge Javier Jaramillo y el doctor Jaime Calderón, quienes realizaron obras en las laderas que redujeron sustancialmente los problemas durante los inviernos.
«Año tras año padecemos las mismas emergencias en sectores conocidos que pueden producir tragedias». Foto:José Alberto Mojica Patiño
Hace unos años hubo un pequeño derrumbe con dos o tres muertos, pero de resto seguimos cuidando las laderas. Además, existe una gestión por parte de la Alcaldía: las protectoras de laderas, mujeres que limpian los canales y drenajes construidos hace algunos años. Todo eso nos ha permitido tener una ciudad más estable. Como usted sabe, Manizales está enclavada en la montaña, y sobre esa montaña se han construido todas las viviendas. Observe usted: si yo vivo al lado de un río que se desborda cada rato, lo que veo es que el río se desborda. Y si no estoy debidamente cuidado o protegido, seré víctima de ese río. Observe lo que ocurre cada año en la Mojana; cada año el río se desborda e inunda una cantidad altísima de hectáreas, y cada año vuelven las quejas, los lamentos: «que perdimos la cosecha, que lo perdimos todo». Eso, socialmente, es parte de la responsabilidad que les cabe a quienes viven allí. Obviamente, en la Mojana el Gobierno puede hacer mucho al tapar el famoso boquete —ese “boquete del gato”, como lo llaman—, pero mientras no lo hagan, seguiremos esperando que el río se inunde. No cabe ninguna duda. Lo mismo ocurre aquí, en mi ciudad. Si yo me estaciono o construyo mi casa en la base de una montaña que se está moviendo, que puede producir un derrumbe, no puedo esperar otra cosa que, un día, la montaña se mueva en efecto y arrastre lo que tengo abajo: mi vivienda y a mi familia. Así es que, en muchos de los casos, somos responsables de nuestro propio destino y de nuestras propias desgracias.
Francisco González, director de la Fundación Armando Armero, con las madres buscadoras de Armero. Foto:ANDRÉS CAMPOS/HIJA DEL VOLCÁN
¿Qué lecciones cree que Colombia aún no ha aprendido de Armero?
Escribía yo un artículo, que pretendo publicar el lunes, y decía: “Cuarenta años después y no hemos aprendido”. ¿Por qué? Porque los riesgos los vemos, pero no los prevenimos, y después, obviamente, estamos llorando los desastres. Decía hace un rato que si la Mojana hubiera sido atendida debidamente, si el río ya no se siguiera metiendo en esa zona del país, ya no se llamaría la Mojana, sino la Secana. La verdad es que, en el terreno colombiano, lo que vemos cada día son deslizamientos que producen la muerte de un número infinito de ciudadanos. Hace apenas dos o tres meses, en Bello, Antioquia, un derrumbe se llevó por delante no sé cuántas casas y dejó 40 o 50 muertos. Todo porque estaban ubicados en terrenos deleznables que, con la llegada de las lluvias, podían producir deslizamientos y generar las muertes que después lamentamos. Le decía que en Manizales, aunque por poco, hemos logrado salvarnos de muchas de estas cosas: se aprendió que se podían controlar ciertos riesgos. Hoy en día, durante los inviernos, ya no tenemos las tragedias que en los años 70 o a comienzos de los 80 padecíamos cada temporada.
En conmemoración de los 40 años de la tragedia, los niños ayudaron a colocar las barcas en el río. Foto:MILTON DÍAZ
¿Qué mensaje le gustaría dejar a las nuevas generaciones que estudien o intenten comprender lo que fue Armero?
Debemos ser educados para mirar el medio en el cual vivimos. Al observar el entorno, debemos determinar a qué riesgos estamos sometidos y protegernos de ellos. Con un agregado: ser más respetuosos con la naturaleza y no esperar que se produzcan milagros donde es imposible detener la acción de lo que, en derecho, se llaman los “actos de Dios”; es decir, aquellas cosas inevitables, como la erupción del volcán. Eso no lo podía evitar nadie, por más que quisiera. Pero el hecho de ubicar a Armero en el mismo lugar donde ya había sido destruido en dos oportunidades sí es un desafío imposible de olvidar. Esas son las cosas que deberían enseñarnos en los colegios. Hemos perdido ciertos conceptos que tocan otras áreas, como la historia; y al ignorar la historia, estamos condenados a repetirla. Hemos perdido también el respeto entre unos y otros, porque las humanidades se están retirando de los pénsum académicos. Ese es otro aspecto que debemos corregir. Debemos fortalecer los aspectos cívicos, enseñar qué significa ser ciudadano y qué obligaciones tenemos como tales. Aquí, cuando hablamos de ciudadanía, siempre pensamos en derechos, pero olvidamos que a cada derecho le corresponde un deber. Hemos dejado de lado esas cosas y, mientras permanezcan en el olvido, no podremos esperar un comportamiento distinto al que hemos vivido y padecido durante todos estos años.







