
Vivir en una gran ciudad implica mucha luz artificial. Farolas LED, mamparas, señales, tráfico… mucha contaminación lumínica, que es sin duda una de las huellas más visibles del progreso urbano. Sin embargo, esto no sólo afecta a la biodiversidad o al sueño, como Estudio presentado en el Sesiones científicas de la Asociación Estadounidense del Corazón 2025 sugiere que también puede estar asociado con un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular.
Actualmente las ciudades están desiertas y los ciudadanos se concentran en las grandes ciudades porque allí tienen buenas oportunidades de trabajo o formación. Pero siempre hay otras desventajas: el ruido puede resultar muy molesto (especialmente para dormir y descansar), pero también conviene explorar la luz.
Hace unas semanas el tema de actualidad era sin duda el cambio de hora y por qué los expertos señalan que el horario de invierno es el mejor, aunque pronto oscurecerá. Un debate que se centra en nuestros ciclos circadianos y la luz solar, pero también hay que tener en cuenta la gran exposición a la luz artificial a la que estamos expuestos, especialmente en las grandes ciudades.
El estudio. El estudio, desarrollado por el equipo del cardiólogo Shady Abohashem del Hospital General de Massachusetts y la Facultad de Medicina de Harvard, analizó datos de 466 adultos de Boston sin enfermedad cardíaca activa. Los investigadores cruzaron sus escáneres cerebrales (PET/CT) con imágenes satelitales de la luz nocturna urbana de la ciudad. Nuevo atlas mundial del brillo artificial del cielo nocturno.
En este caso, el resultado fue bastante claro: cuanto mayor sea la luz artificial durante la noche en el lugar donde se vive, mayor será la actividad cerebral relacionada con el estrés y mayor será la inflamación de las arterias. Dos indicadores clave de riesgo cardiovascular que sin duda hacen saltar las alarmas.
En concreto, el riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares al cabo de cinco años es un 35% mayor que el de las personas que viven en las grandes ciudades. Sin embargo, en un período de diez años, este riesgo es del 22%.
Su mecanismo. Para entender el por qué de estos datos, tenemos que adentrarnos en el cerebro. Cuando este órgano detecta luz durante la noche (momento en el que teóricamente hay oscuridad total), se activa el eje de estrés hipotalámico. Esta respuesta, sostenida en el tiempo, puede provocar inflamación en todo el cuerpo y, en particular, aterosclerosis, como lo han demostrado estudios sobre estrés crónico y enfermedades cardiovasculares. Este fenómeno, dijo Abohashem, explicaría cómo un factor ambiental aparentemente inocuo podría integrarse en la ecuación del riesgo cardíaco.
Julio Fernández-Mendoza, experto en medicina del sueño y autor del actual dictamen científico del Asociación Estadounidense del Corazón sobre Salud Circadiana y Cardiometabólicalo resume así: «La luz artificial durante la noche suprime la melatonina y altera el reloj interno. Esto cambia la presión arterial, el metabolismo y la función endotelial. Este nuevo estudio muestra cómo este cambio se puede observar incluso a nivel del cerebro y de las arterias».
Más evidencia. Sin embargo, este estudio no es un caso aislado ya que la idea no es nueva y ya existe literatura que la respalda. Por ejemplo, un estudio de cohorte con más de 400.000 personas en corea del sur Ya hemos observado que vivir en zonas más luminosas aumenta el riesgo de sufrir un infarto y un derrame cerebral. En China pasó lo mismo. Un estudio encontró que la exposición prolongada a la luz urbana aumentaba la incidencia de enfermedades coronarias en los adultos mayores.
Aparte de eso, una reseña publicada En Reseñas de medicamentos para dormir explica cómo la luz artificial puede alterar la secreción de melatonina, alterar los ritmos circadianos y desencadenar respuestas inflamatorias leves en humanos. En efecto, todos los ingredientes para exponernos a un cambio en nuestro sistema.
¿Qué podemos hacer? Aunque el nuevo trabajo es observacional y aún no ha sido revisado por pares, los autores sugieren medidas concretas que podrían tener un impacto real: reducir el alumbrado público innecesario, implementar sensores de movimiento en áreas residenciales, elegir tonos cálidos (menos azules) y, en casa, mantener los dormitorios oscuros y sin pantallas antes de acostarse.
En definitiva, la idea es la que siempre hemos repetido: practicar una buena higiene del sueño. Esto se consigue evitando mirar el teléfono minutos antes de dormir o incluso separando la cena de la hora de dormir para mantener las mejores condiciones para nuestro cerebro.
Imágenes | naoya ECOLOGISTA DEL DISEÑO
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